La Ciudad ¿Es mía o yo soy de ella?

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Ismael Vidales Delgado

Aunque el origen de las ciudades como  forma de asentamiento humano data de los principios mismos de la civilización, durante mucho tiempo ha escapado al escrutinio académico. La ciudad ha estado desde siempre, soportando a sus habitantes y a sus urbanistas. Morfológicamente, algunos de los cambios en su estructura corresponden a los diferentes estadios de cualquier ciclo de vida de un organismo normal.

La ciudad es un ente vivo, una colección de formas arquitectónicas en el espacio y un tejido de asociaciones, corporaciones, instituciones que ocupan esta estructura colectiva y han interactuado con ella a lo largo del tiempo. Por eso la ciudad no puede definirse bajo la óptica puramente de trazos ni por la suma matemática por encima de los dos mil 500 habitantes. La ciudad se define más por sus dimensiones cualitativas que por sus datos cuantitativos.

JUNGLAS DE ASFALTO

La historia nos ha dado excelentes ejemplos de comunidades de menos de dos mil 500 personas que funcionan orgánicamente como ciudades, y de acumulaciones humanas superiores a esta cantidad que no lo hacen; pero la modernidad nos muestra brutalmente la antítesis de una ciudad en las llamadas megalópolis en las que se ha perdido toda noción de convivencia humana, y la mejor definición que se puede hacer de ellas es “jungla de asfalto y de cemento”.

En ellas no se conocen ni los que viven bajo el mismo techo, y las personas mueren en la vía pública reduciendo su vida entera a la condición de objetos, que pueden ser pisados o pateados, y en el mejor de los casos, retirados como algo que estorba.

La función de la ciudad como acumuladora y transmisora de cultura está planteada desde tiempos antiguos por Aristóteles en su Política. Desafortunadamente, esa descripción aristotélica es teoría, aspiración, esperanza. Igual que las ciudades pensadas por Campanella (La Ciudad de Dios), Santo Tomás Moro (Utopía) o B. F. Skinner (Walden Dos).

CIUDAD Y CIUDADANOS

Las explicaciones simplistas contenidas en los libros de primaria sobre el origen de las ciudades, que hablan de la natural expansión de habitantes por nuevos asentamientos o por el cruce de rutas comerciales, son insuficientes para la reflexión adulta (más rara que el sentido común, cuya infrecuencia de uso lo ha convertido en el menos común de los sentidos) sobre asuntos más trascendentes asociados al buen concepto de ciudad y ciudadanos, como: la observación astronómica sistemática, el desarrollo de la escritura y la aritmética, la preservación del arte en pinturas, poemas y monumentos, la división y especialización del trabajo, entre otros.

Esto, lo cultural-humano-cultural es lo que da origen, desarrollo y destino a las ciudades; no lo son los trazos desafiantes, ni la depredación de laderas, ni la polución, ni la depredación de la flora y la fauna, ni la división clasista, ni la pérdida del tiempo-salud-vida en la ordeña de la noche y del sexo.

EL ORGULLO DEL ORIGEN

¿Nos hemos preguntado alguna vez sobre la trascendencia del por qué Jesús-hombre haya sido nombrado “Jesús de Nazareth” y el por qué don Alfonso Reyes haya decidido firmarse como “Alfonso de Monterrey” y  el por qué nosotros -simples mortales- luzcamos con especial orgullo, como una escarapela en el sombrero, nuestro origen: “Soy mexicano,  soy de Jalisco, soy de San Luis, soy de Linares, soy de Bustamante o soy de Monterrey?

La respuesta es simple, porque somos de la ciudad. Ella nos da identidad y sentido de pertenencia, aunque algunos tienen una visión inversa: piensan que la ciudad es de ellos, y por eso pueden orinarse en sus calles, llenarlas de papeles, de humos, de desprestigio, de violencia, de inmundicia moral y de mil cosas más, porque es de ellos.

Aunque, teóricamente, la ciudad se caracteriza por su capacidad para orquestar una diversidad de actividades científicas, tecnológicas, culturales… alguna de ellas llega a dominarla. Nuestra ciudad, por ejemplo, es netamente industrial, como Fenicia fue comercial y navegante. Sin embargo, el puro aumento de habitantes debiera ser garantía de aumento de funciones y especializaciones que suman y suman. Pero, ¿por qué no ocurre así? ¿Por qué algunas ciudades están llamadas a ser cultas como la legendaria Atenas o bárbaras como muchas otras?

COMPROMISO DE LOS HABITANTES

Porque mientras mayor sea la cantidad de productos culturales y símbolos acu-mulados, más necesaria e importante es la función ciudadana de organizarlos y hacer que sigan disponibles para ser utilizados por más personas y por más tiempo. Es decir, la clave está en el compromiso de cada uno de sus habitantes de contribuir en la organización y correcta distribución de los bienes culturales; pero en tanto cada ciudadano no se apropie de las producciones culturales de su ciudad y de otras ciudades, no podrá transmitir nada.

La existencia de la ciudad estriba en la eliminación voluntaria de sus excreciones de todo tipo.

Así como una ciudad aspira a eliminar la basura, los excrementos, los escombros y los muertos, de la misma manera debiera eliminar el crimen, la deslealtad, la violencia, el robo, y más. Pero este barrido tendría que comenzar en el interior mismo de la persona y de su casa. Sólo así podría estar en disposición de ir más allá de sus límites naturales personales y familiares.

SENTIDO DE PERTENENCIA

Cuando el hombre no ha alcanzado la estatura de “ciudadano”, cuando ha permanecido en estado larvario de ente individual, egoísta y excluyente, entonces, imperceptiblemente, va abandonando su ciudad, hasta quedarse afuera, sin  identidad ni sentido de pertenencia.

Entonces, si alguna vez llega el hombre a tener conciencia de lo que le está pasando, tendrá que enfrentar una extraña pesadilla, una especie de cuento de Saramago, más o menos al tenor del siguiente relato:

“Érase una vez un  hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad. Si había cometido algún crimen, si pagaba culpas de antepasados, o si sólo por indiferencia o por vergüenza se había retirado, eso es algo que no se sabe. Tal vez hubiera un poco de todo, pues de lo feo y de lo hermoso, de la verdad y de la mentira, de lo que se confiesa y de lo que se esconde, construimos todos nuestra azarosa existencia.

VIDA EXTRAMUROS

“Vivía el hombre fuera de los muros de la ciudad. Digamos que estaba desterrado, pero no sabía por qué o por quién, no recordaba cuándo ni cómo inició ese estado de indefinición y suspenso.

“Sin embargo, vivía preocu-pado por trasponer los muros de la ciudad. Intentó algunas veces subir por las salientes y las oquedades, tumbar las puertas, trepar en escaleras, pero la verdad es que nunca pudo entrar en la ciudad.

“Nunca logró ni siquiera ver tras los muros; conservaba en su mente algunas imágenes que, al querer concretarlas, se desvanecían como la niebla al roce luminoso del sol. Su mente era como desierto; sólo sus sueños le permitían dibujar siluetas lejanas de árboles y gente.

“El hombre estaba fuera de su ciudad; a veces le parecía escuchar rumores de fiesta. La verdad es que no estaba seguro de escuchar o imaginar sonidos, rumores de vida; eso es lo que llevaba en su mente: vestigios del tiempo en que había habitado en la ciudad.

LA PUERTA PROMETIDA

“Todos los días intentaba e inventaba formas diversas de entrar en la ciudad. Y entonces el hombre rodeaba cabizbajo y meditabundo las largas murallas, tanteando, en busca de la puerta que, oscuramente, podría estarle prometida.

“Muy en su interior el hombre sabía que estaba predestinado a vivir en la ciudad. Estar fuera le parecía una bufonada, una situación accidental, algo intolerable para quien se decía haber “fundado” la ciudad.

“Un día, -se decía cada día- en el día exacto, no antes ni después, entraré en la ciudad. Ese día predestinado traería una explicación al por qué vivía fuera de su ciudad. Ese día sería el final, un final, un simple final.

LAS CIUDADES NO SON NUESTRAS

“El hombre no sabía que las ciudades no son nuestras, sino que nosotros somos de las ciudades, y si quería entrar en ella debía luchar. Eso es lo que el hombre no sabía. No sabía que, antes de la batalla por la conquista de la ciudad, tendría que trabar otra batalla y vencer en ella. Y que en esta primera lucha tendría que luchar consigo mismo. Nada de esto sabía el hombre.

“Pero, un día, el día exacto, ni antes ni después, llegó el momento de iniciar la batalla. Como en los poemas homéricos, también los dioses entraron en ella. Combatieron a favor y en contra, y algunas veces unos contra otros.

LUCHA CON LOS DIOSES

“El hombre que luchaba por vivir dentro de los muros de la ciudad, cruzó espada y palabras con los dioses que no estaban de su lado. Hirió y fue herido. Y la lucha duró largos y largos días, semanas, meses, sin tregua ni reposo; unas veces junto a las murallas, otras tan lejos de ellas que ni la ciudad veía, ni sabía ya bien qué premio encontraría al final del combate. Fue otra forma de desesperación.

“Hasta que, un día, el campo de batalla quedó libre y despejado como un estuario donde las aguas descansan. Sangrando, el hombre y el dios que había permanecido junto a él miraron de frente aquéllas puertas abiertas de par en par. Había un gran silencio en la ciudad. Amedrentado aún, el hombre avanzó. A su lado, el dios. Entraron… y sólo después de haber entrado quedó habitada la ciudad. Érase una vez un hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad. Y la ciudad era él mismo”.

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