Ralph Waldo Emerson
La breve espera a la luz del semáforo en rojo puede ser un testimonio de lo fácil que nos resulta olvidarnos de los lujos que brinda la vida moderna. Olvídese de las comodidades de su vehículo: omita los placeres sensoriales y el hecho de que ha viajado a kilómetros de su hogar en una pequeña fracción de tiempo. Por un momento, repliéguese del mundo exterior para observar al observador: ¿a dónde se fueron sus pensamientos?
¿Estaban anticipando el lugar al que Ud. se dirige? ¿Estaban arrepintiéndose de algo del pasado? ¿O estaban perdidos en algún punto focal presente, inconscientes por completo de la conciencia misma?
De todos los lujos que la tecnología nos ha brindado, pensar es sin duda alguna el mayor de ellos. En el pasado, no hubiéramos tenido siquiera tiempo para dirigir nuestros pensamientos a algo que no fuera la supervivencia inmediata. Cada avance tecnológico ha venido acompañado de una creciente habilidad para ahorrar tiempo y esfuerzo; cada generación es más eficiente y tiene una mejor calidad de vida.
No hay duda de que la tecnología ha movido a la humanidad hacia adelante. Cautivados por nuestra magnífica creación, no nos hemos dado cuenta de que la flor casi ha cercenado por completo sus raíces; más y más, la tecnología corre el riesgo de divorciarse del intelecto y la humanidad de las cuales provino.
Keith Raniere, creador del Cuestionamiento RacionalMR, con frecuencia menciona el acto muy humano de golpearse accidentalmente un dedo del pié. Aún si Ud. jamás ha experimentado este tropiezo común, seguramente se imaginaría el dolor de la otra persona si fuera testigo del evento. Este imaginarse, este “probarse” la experiencia de la otra persona ocurre porque somos seres de entendimiento vicario. Esto es evidente incluso en nuestra fisiología: hay “neuronas espejo” en nuestro cerebro que se activan cuando vemos a otra persona llevar a cabo una acción que nosotros podemos llevar a cabo, como si fuéramos nosotros los que actuáramos en ese momento. Es natural, entonces, voltear a ver a los demás buscando obtener un entendimiento más profundo de nosotros mismos.
La tecnología continúa expandiendo la forma en que nos relacionamos y comunicamos unos con otros. Todo avance en telecomunicaciones y, más recientemente, en las comunicaciones inalámbricas ha acortado distancias por todo el mundo. Inversamente, estos mismos avances han ayudado a crear abismos entre las personas. Como un líquido, mientras más ampliamente se ha extendido la comunicación humana, menos profunda se ha hecho su naturaleza, no en términos de filosofía, sino en términos de humanidad. El fruto de la globalización de los datos lo perdemos por la superficialidad del contacto de persona a persona: nuestra raíz, nuestra humanidad.
Por ejemplo, suponga que ha estado esperando algunas semanas para comprar un artículo. Investigó, encontró el mejor precio e hizo su pedido en línea. Después, el tiempo que le quedó entre hacer el pedido y la fecha esperada de entrega lo invierte pensando en el artículo; casi puede disfrutar lo bien que se sentirá una vez que lo tenga. En la fecha de la entrega, para su sorpresa, recibe un correo electrónico en vez de un paquete. El correo dice: “Lamentamos informarle que no pudimos completar su pedido en esta ocasión.”
Para la mayoría de la gente, su reacción a esta situación sería mucho más que una simple “desilusión”. Un ataque de ira dirigido contra la persona al otro lado de la conexión a Internet sería quizás más probable. Sin embargo, si se tratara de Ud., ¿respondería de la misma manera si tuviera al agente de ventas parado directamente frente a Ud. mirándolo a los ojos, especialmente si mostrara empatía por su situación y pareciera ser su aliado?
Lo que se pierde en estas transacciones banales e impersonales es nuestra humanidad. Nuestra habilidad para entender a los demás y a nosotros mismos proviene de nuestras experiencias de nuestras interacciones interpersonales. Con la tecnología, la necesidad de contacto directo entre humanos disminuye y en su lugar crece una tendencia a tener interacciones insípidas con una máquina global.
Asistidos por la tecnología, hemos triunfado en la lamentable empresa de deshumanizarnos unos a otros en un período relativamente corto de tiempo. Este mismo hecho, hacernos objetos los unos a los otros, hace más fácil tratarnos con violencia o castigarnos. Es por esto que casi no requiere esfuerzo el maldecir a otro conductor, por qué es fácil colgarle el teléfono a un agente de ventas, y por qué las salas de plática por Internet son el espacio perfecto para tener debates acalorados y crueles.
Hasta nuestras cortes están teñidas de esta tendencia moderna. Por mucho tiempo ha sido la costumbre que los demandantes se refieran a la persona a la que están procesando como “el demandado”; un número, un título, una “cosa” en el mejor de los casos, fácil de castigar y fácil de olvidar. A su vez, la defensa trata de personificar el individuo frente al jurado llamándolo por su nombre y tomándose tiempo para presentar aspectos personales de su vida.
Poco a poco, la tecnología hace innecesaria la conexión directa entre nosotros. Conversar con una persona físicamente cercana se ha vuelto una inconveniencia que el correo electrónico o los mensajes de texto han reemplazado como modo estándar de operación. En la evitación de estos simples actos se propaga, oculta por sí misma, una pérdida de visión y perspectiva, abriendo la posibilidad de llevarnos ciegamente a los actos y la condición cultural más atroces. Nuestra experiencia humana reducida a una corriente de relámpagos fotónicos reflejados en ojos sin vida; acercándose a un relámpago final lanzado por contrapartes olvidadas mucho tiempo atrás, en una tierra distante, lanzando un primer ataque contra el objeto que temen.