Evolución. Las moléculas se ordenan

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Por Tim Schröder

Al principio sólo había caos. Eso es seguro. Hace cuatro mil millones de años, la Tierra giraba aún como una bola candente alrededor del Sol. Miles de volcanes escupían el calor acumulado. El magma ardiente y rojo salía disparado de cientos de cráteres, y se extendía sobre la tierra trepidante. El joven planeta sudaba como una masa en fermentación y despedía dióxido de carbono, vapor de agua, metano y amoníaco hacia su delgada atmósfera: una mezcla letal. Los cometas caían como rayos y se incrustaban en las profundidades de la corteza terrestre: las colisiones eran tan fuertes, que fundían la roca. El globo terráqueo se iba tranquilizando con lentitud.

En algún momento, durante los millones de años siguientes, ocurrió algo misterioso: la heterogénea mezcla de pequeñas moléculas de la envoltura gaseosa terrestre se ordenó, para formar estructuras más grandes, cadenas largas, moléculas mensajeras de ARN, aminoácidos y, finalmente, los primeros organismos primitivos: los hilos de bacterias.

Nadie sabe lo que ocurrió entre el caos anárquico y el surgimiento de la vida hace unos tres mil 800 millones de años. No se sabe siquiera de dónde proviene el agua terrestre. ¿Fue suficiente el vapor de agua que escapó de las grietas y fisuras del planeta para llenar las cuencas oceánicas? ¿O fue un cometa congelado el que trajo a cuestas el agua a la Tierra en forma de hielo?

Hasta ahora, ningún científico del mundo puede explicar de forma realmente convincente la manera en que la confusión prehistórica de las moléculas se convirtió en estructuras ordenadas.

Stanley Miller fue uno de los primeros que reprodujo en experimentos lo que podría haber ocurrido entonces en el planeta. En 1953, Miller introdujo en un matraz de su laboratorio, de la Universidad de Chicago, amoníaco, metano, vapor de agua y nitrógeno. Durante varios días sometió la mezcla a descargas eléctricas para incentivar las reacciones químicas. Miller había esperado que se produjera una gran combinación de compuestos orgánicos. Pero, en vez de eso, encontró algo sorprendente: aminoácidos. Esta mezcla primitiva, hostil a la vida, había creado elementos de la vida.

PRIMER ENCUENTRO EN LA ATMÓSFERA PRIMIGENIA

A este experimento de Miller le siguieron muchos otros que debían explicar la apariencia real que podría haber tenido la atmósfera primigenia y la manera en que podrían haber surgido las primeras estructuras más grandes, a partir de las moléculas sencillas. En algún momento, los diferentes módulos pequeños de la vida deben haberse encontrado para formar proteínas, ARN y ADN. Lo que las unió no fue, con toda seguridad, producto de la casualidad, sino el principio de la autoorganización. En él se basan los procesos de la vida y el surgimiento definitivo de la misma.

El problema era que durante mucho tiempo no fue posible observar directamente las moléculas cuando se movían unas alrededor de las otras, se tocaban y, finalmente, se unían para formar una estructura más grande. La autoorganización de la materia seguía siendo un misterio. Simplemente, no existía ningún equipo que permitiera observar la danza de las moléculas. Pero eso ya ha cambiado. En muchos laboratorios se dispone actualmente de aparatos con los que los investigadores alcanzan a ver el mundo de los átomos y las moléculas: los microscopios de efecto túnel.

En los laboratorios de Klaus Kern, en el Max-Planck-Institut für Festkörperforschung (Instituto Max Planck para la Investigación de Cuerpos Sólidos), en Stuttgart, hay varios de estos impresionantes aparatos de acero fino. Parecen un injerto de motor de automóvil y satélite. A través de pequeñas y gruesas mirillas, se observa, en el interior de una cámara, en la que sobresale un alambre de metal delgado, la punta de medición del microscopio, una especie de sensor de moléculas. Kern y sus colaboradores observan así, átomo por átomo, la manera en que las moléculas se ordenan formando patrones de tamaños nanométricos; es decir, de sólo unas pocas millonésimas de milímetro.

«Queremos averiguar cómo funciona la auto-organización, qué interacciones hacen posible que, a partir de pequeñas piezas de lego, se formen estructuras bien ordenadas». Kern sabe que con eso no podrá explicar la evolución de la vida. Pero ése no es tampoco su tema central. A él le interesan más bien las fuerzas que impulsan el proceso: «Tanto la evolución como la formación de nanoestructuras se basan en los mecanismos de reconocimiento entre moléculas, que se juntan de forma precisa. Queremos comprender los principios básicos».

ASCENSOS Y DESCENSOS SOBRE LA SUPERFICIE

El microscopio de efecto túnel es la herramienta ideal para ello. Con su punta conductora de electricidad, recorre las elevaciones y planicies de una muestra. En realidad, no fluye ninguna corriente entre la punta y la muestra que se encuentra debajo. Si se acercan la punta y la muestra ­a pocos nanómetros de distancia, sus estados mecánicos-cuánticos­ se superponen. De esta manera, los electrones de la muestra pueden sobrepasar la ranura formando un túnel. Esta corriente de túnel reacciona muy sensiblemente a los cambios de las ­distancias, de modo que el microscopio puede reconstruir, a partir de ella, la imagen de una molécula o de la posición de un átomo que se encuentra sobre una superficie.

Al igual que otros investigadores, Kern trabaja desde hace más de 15 años con microscopios de efecto túnel. En el transcurso de los años ha mejorado los aparatos y ha desarrollo aparatos propios. La característica especial de sus máquinas es que funcionan a diferentes temperaturas. Trabajan a 272 grados Celsius igual de bien que a 120 grados sobre cero. Kern puede variar a su gusto el rango de temperatura y observar sus moléculas cerca del punto cero absoluto o a temperaturas como las de un horno. Y no sólo eso: en la cámara central de sus equipos, los investigadores reúnen diferentes sustancias y las observan simultáneamente. Desde pequeñas cámaras secundarias disparan átomos y moléculas sobre una superficie de metal.

DOMA DE MOLÉCULAS

Hace unos meses, Klaus Kern y sus colaboradores Steven Tait, Alexander Langner y Nian Lin, lograron una gran hazaña. Como si fueran domadores de leones, hicieron que las moléculas obedecieran sus órdenes en el microscopio: átomos de hierro y diferentes moléculas orgánicas se ordenaron como por arte de magia y formaron cuadrículas y estructuras similares a escaleras de cuerdas de grosores nanométricos. Hasta el momento, los investigadores habían trabajado, como máximo, con dos elementos que se unían con bastante facilidad para formar un patrón ordenado.

Los científicos de Stuttgart, sin embargo, han introducido toda una mezcla en la cámara: átomos de hierro, como puntos de cruce centrales de las cuadrículas; ácidos carbónicos alargados, con apéndices con contenido de oxígeno, y bipiridinas extendidas a lo largo, con anillos con contenido de nitrógeno.

Steven Tait conecta el microscopio efecto túnel. Las bombas empiezan a sonar; aspiran el aire de la cámara; se forma un vacío altamente puro, mil veces más limpio que en los equipos de vacío de los fabricantes de chips para ordenadores. Steven Tait nos habla acerca de series de ensayos interminables, sobre la búsqueda de la temperatura óptima y la molécula orgánica correcta. Pasaron meses hasta que, finalmente, descubrió a qué ritmo debía disparar los diferentes átomos de hierro ­y moléculas sobre la superficie de cobre en la cámara ­de vacío. Un átomo tras otro, una molécula tras otra a intervalos de varios segundos. Y finalmente lo consiguió: la mezcla formó la fina cuadrícula sobre el cristal de cobre.

Anteriormente, Tait y sus colegas del Centro de investigación de Karlsruhe habían deliberado sobre la consistencia que deberían tener las moléculas para unirse con el hierro y formar patrones precisos. Tait se decidió finalmente por los ácidos carbónicos y las pirinidas con contenido de nitrógeno. La cuadrícula presentaba una apariencia diferente en función de la mezcla. En algunos casos, la piridina resultó ser bastante elástica y toleraba también moléculas integradas incorrectamente. En esos puntos, la cuadrícula estaba ligeramente curvada.

LAS MOLÉCULAS ENCUENTRAN SU LUGAR

Con otra proporción de la mezcla, la cuadrícula no era tan tolerante. Cambiaba automáticamente las moléculas, hasta que todo encajaba perfectamente y los defectos quedaban eliminados. Era como si un juego de piezas de lego se convirtiera por sí solo en un cuerpo de policía y sustituyera las piezas mal ubicadas. «Hemos podido observar detalladamente por primera vez la interacción selectiva de diferentes moléculas, controlada por energías de enlace o por la estabilidad de las estructuras moleculares», dice Steven Tait. «Es fascinante: pequeñas moléculas sencillas se han reconocido y organizado por sí mismas. Parece como si tuvieran un programa que controla la autoorganización y la selección.

“Si las moléculas se programan correctamente, se pueden construir cualesquiera patrones, concluye Tait. Esto se asemeja a la aparente inteligencia de la autoorganización natural: desde hace millones de años, el ARN y el ADN portan consigo las informaciones de todos los seres vivos. Se componen de tan sólo cuatro elementos diferentes, pero únicamente gracias a la auto-organización se crea una sorprendente diversidad de ­especies. Estos procesos se guían por el principio «bottom up» (de abajo hacia arriba), según el cual la materia se estructura por sí sola a partir de elementos pequeñísimos.

La industria de semiconductores también quisiera aplicar este principio. Su sueño es hacer crecer nanoestructuras, componentes y transistores sobre chips de ordenadores, siguiendo el principio «bottom up». Hasta ahora, los chips de silicio se creaban en la dirección opuesta; es decir, «top down» (de arriba hacia abajo). En el disco de silicio, la oblea, se queman con ácido pequeñas estructuras. No obstante, la miniaturización de esas estructuras, que permite fabricar chips cada vez más pequeños, está llegando a sus límites. Hacer que los componentes afiligranados crezcan mediante la autoorganización es una idea muy atrayente.

MALLAS ADECUADAS PARA CADA GAS

Las estructuras de este tipo, como las que han creado ahora los científicos de Stuttgart, podrían servir en el futuro también como sensores de gases, dice Steven Tait. El ancho de las mallas de las nanocuadrículas podría modificarse, variando la longitud de las moléculas. La idea de Tait es ajustar el tamaño de malla adecuado para cada molécula de gas. Esas estructuras también serían adecuadas como superficie catalizadora para los procesos químicos entre determinadas moléculas.

Pero Klaus Kern no alienta las expectativas, pues aún falta mucho para que existan procedimientos «bottom up» industriales. «A mí me entusiasma que la naturaleza sea tan simple y efectiva a la vez», dice Kern. También su colaboradora Magali Lingenfelder estudia uno de estos fenómenos naturales simples a primera vista: la quiralidad de las moléculas. Cuando las dos palmas de nuestras manos están sobre una mesa, no podemos cubrir la mano izquierda y la derecha.

Las moléculas quirales se comportan de forma similar. En ellas, la quiralidad viene determinada por la posición de los ligantes, los grupos de moléculas colgantes. En función de la disposición de los colgantes, los químicos diferencian entre una forma D y una forma L. Sólo las moléculas con la misma quiralidad son compatibles y reaccionan entre sí, de la misma manera en que, al saludar, sólo se puede cubrir la mano derecha de la otra persona con la propia mano derecha. Las propiedades de las moléculas quirales se diferencian de manera sorprendente: en un tipo de salvia con flores azules, los pigmentos en color de flavón que llevan colgantes de azúcar de la forma D brillan en índigo. La misma molécula de flavón con azúcar de la forma L alcanza apenas un color celeste claro.

Los expertos aún no saben por qué en los cuerpos de todos los seres vivos hay sólo una forma de moléculas quirales. Por este motivo, el organismo integra exclusivamente aminoácidos L en sus proteínas y azúcar D en las biomoléculas grandes ADN y ARN. Desde hace décadas, hay una gran controversia respecto a por qué la evolución favorece los aminoácidos L y el azúcar D. Lingenfelder se acerca a su manera a la solución del acertijo de la quiralidad.

LA DANZA DE LAS MOLÉCULAS

Así como otros observan la danza de cortejo de los pájaros, ella observa la reacción de las moléculas quirales en el microscopio de efecto túnel. Hace pocos meses, presenció la danza de dos moléculas quirales y tomó fotos del acercamiento a intervalos de pocos segundos. Además, evaluó simulaciones calculadas por sus compañeros del Kings College londinense. Con ello, Lingenfelder comprobó que las moléculas quirales no se juntan simplemente unas con otras, como lo había supuesto ya el ganador del premio Nobel Linus Pauling hace más de 60 años.

Más bien se seducen, como una pareja que danza. Se acercan una a la otra, se repelen, cambian su posición y finalmente se abrazan cuando están en la posición correcta. Los investigadores denominaron este proceso en su momento «induced fit» (encaje inducido). Lingenfelder ha demostrado que Pauling tenía razón, aportando con ello una pieza más del rompecabezas para comprender la quiralidad.

Alexander Bittner, otro colaborador del equipo de trabajo Nanoscience de Klaus Kern, realiza su trabajo sin ningún microscopio de efecto túnel, a diferencia de sus compañeros Lingenfelder y Tait. Él investiga la autoorganización de la materia en el tubo de ensayo y bajo el microscopio electrónico. El objeto de ensayo más importante de Bittner es el virus del mosaico del tabaco, inofensivo para los humanos, compuesto de una cadena de ARN envuelta por dos mil cien componentes de proteína idénticos: una empanadilla de salchicha de 300 nanómetros de longitud.

Los virus son autómatas de reproducción sin alma. Infectan las células, deshacen su material genético y reprograman el ADN de su anfitrión para que produzca virus, multiplicándose así a una velocidad vertiginosa, un principio genialmente sencillo. El virus del mosaico del tabaco es el virus que ataca al vegetal mejor estudiado del mundo. Alexander Bittner, sus compañeros y la bióloga Christina Wege, de la vecina universidad de Stuttgart, tienen, no obstante, planes innovadores con este virus. Lo utilizan como materia prima de autoorganización para módulos de tamaños nanométricos.

El punto más interesante es que, en cuanto el valor pH y la temperatura de la solución de ensayo son correctos, las subunidades proteínicas se anexan a la cadena de ARN. En el transcurso de pocos minutos, la espiral de ARN queda envuelta. Mientras tanto, los investigadores han anexado en los extremos del virus partículas de oro recubiertas de citrato, sostenidas por una cola de ARN.

Bastaba con agitar juntos los componentes del virus y las partículas de oro, para que la mezcla se ordenara formando nano-pesas. En otro experimento, el virus sirvió como matriz para alambres de grosor nanométrico. Se logró hacer crecer la envoltura proteínica sin espina de ARN y llenar el espacio vacío con átomos de níquel, potenciales componentes nanoelectrónicos en un futuro lejano.

CRECEN COLUMNAS EN EL CAMPO MAGNÉTICO

En la actualidad, los científicos de Stuttgart trabajan en la construcción de barritas de virus recubiertas de metal para la mecánica de ferrofluidos. Desde hace algunos años, las partículas magnéticas se usan para modificar la viscosidad de los líquidos. En el campo magnético, las partículas forman pequeñas columnas o cadenas. Esas columnas pueden absorber vibraciones. Por tanto, los ferrofluidos resultan interesantes, sobre todo como amortiguadores.

No obstante, las columnas compuestas de uniones de pequeñas partículas sueltas son sensibles a los movimientos bruscos. Cuando se agita el líquido, se elimina rápidamente su efecto amortiguador. Alexander Bittner quiere sustituir las cadenas de uniones de partículas sueltas por nanoalambres ferromagnéticos alargados de su taller de virus. Es probable que las varitas soporten mejor las fuerzas de cizallamiento.

«Los virus, y sobre todo su ARN, son herramientas estupendas», dice Bittner. «El ARN funciona simplemente bien». A diferencia del ADN, no sólo contiene información. También tiene una función y, de forma similar a las proteínas, actúa directamente sobre el metabolismo. Es, probablemente, una de las primeras moléculas complejas de tiempos muy remotos que ha mantenido en funcionamiento la evolución de la autoorganización, incluso desde antes de que aparecieran las proteínas y el ADN. Sencillo, rápido y eficiente, para Bittner esas son las principales características de su nanosistema ­de producción de ­virus. Aun cuando la autoorganización de la materia y su papel en la evolución no se haya comprendido del todo, los investigadores de Stuttgart trabajan ya cosechando éxitos.

En el origen de la vida

No hay pruebas del origen de la vida. La búsqueda de ellas parece una búsqueda de evidencias circunstanciales que se remonta a casi cuatro mil millones de años. Lo único seguro es que, en algún momento, las moléculas empezaron a organizarse y multiplicarse por sí mismas. Al hacerlo, tomaron energía del exterior para crear un estado de orden superior; es decir, el estado de la vida. En esos procesos se creó también material genético que contiene el plan constructivo para las proteínas, las principales portadoras funcionales de la vida. Pero hasta ahora no se ha aclarado por completo qué moléculas se formaron primero: el material genético probablemente en forma de ARN, o las proteínas. El problema clásico del huevo y la gallina. Un argumento a favor de la denominada hipótesis del mundo de ARN es que el ARN porta información y, al mismo tiempo, participa en los procesos metabólicos sumamente antiguos de la historia de la evolución.

Un argumento en contra de la hipótesis del ARN es, sobre todo, que los componentes del ARN, los denominados nucleótidos de pirimidina, no se pueden crear en el laboratorio sin la ayuda de proteínas. En ese caso, las proteínas tendrían que haber existido primero. Otro argumento a favor de la hipótesis de que el primer signo de vida se basó en proteínas es un experimento realizado por Stanley L. Miller. Este biólogo y químico creó, ya en 1953, aminoácidos en una mezcla de sustancias que podrían haber estado contenidas también en el caldo primordial, sometiéndola a descargas eléctricas. En cambio, todavía no ha sido posible producir módulos del ARN bajo condiciones similarmente primigenias.

No obstante, se dispone desde hace poco de una prueba contundente a favor de la hipótesis del mundo de ARN. Se trata de que determinadas moléculas ARN, las ribozimas, pueden sintetizar por sí mismas módulos ARN; es decir, moléculas de pirimidina. Esto significa que el ARN no sólo se puede crear mediante proteínas.

Todavía no está claro, sin embargo, lo que existió antes del mundo de ARN. Posiblemente surgieron primero moléculas similares al ARN con una estructura más simple, a partir de las cuales se desarrolló el primer ARN. También es posible que estuviera formado por pequeñas moléculas simples. Dado que esta incógnita no se ha resuelto aún, el químico Robert Shapiro ha presentado recientemente una tercera hipótesis. Él propone que primero existió el metabolismo: una cascada de reacciones químicas acopladas de moléculas inicialmente muy sencillas. Una de esas reacciones generó energía. Esa energía fue aprovechada por otras reacciones para crear un orden superior y, poco a poco, también moléculas más complejas.

 

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