Ismael Vidales Delgado
Hoy muchas familias se esmeren en ofrecer a sus hijos pequeños, cursos extraescolares de todo tipo, a todas horas, de todos precios y de calidades diversas. Las señoras, jóvenes en su mayoría, tripulando sus camionetas van por las calles de la ciudad raudas y veloces, dejando y recogiendo niños en las clases de artes marciales, de música, de apoyo pedagógico, de pintura, de inglés, de lo que sea, el asunto es deshacerse pronto de los pequeños, o tal vez, buscar desesperadamente que sus pequeños se conviertan en genios en un abrir y cerrar de ojos. “Lo que natura no da, Salamanca no provee”. Por eso hoy les ofrezco la siguiente historia, una historia real, la vida de uno de los más grandes científicos de la era moderna: John Stuart Mill.
A los tres años aprendió griego; a los cinco, leía varios tomos de clásicos de la historia; a los seis dominaba los fundamentos de la geometría y del álgebra; a los siete, leía a Platón en su idioma original; a los ocho empezó a estudiar latín y a dar clases a sus hermanos más pequeños; a los diez, leyó la obra “Principia Matemática” de Newton y escribió su primer libro sobre los principios básicos del gobierno romano; a los doce estudio lógica y leyó a Aristóteles; a los trece años se dedicó a la economía política y a estudiar la obra de Adam Smith “Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”; a los catorce viajó a Francia durante un año, aprendió francés, química y botánica y tomo apuntes sobre la cultura de ese país; a los dieciséis había leído a los filósofos de la Ilustración y alternaba, en compañía de su padre, con los más importantes teóricos sociales de su tiempo, entre ellos, David Ricardo y Jeremy Bentham; a los diecisiete se convirtió en funcionario de la Compañía de las Indias Orientales mientras publicaba artículos relativos a la mejora de la sociedad… y a los veinte se sumió en una terrible depresión.
John Stuart Mill decía de él mismo, tristemente: “Nunca fui un niño, nunca jugué al críquet, habría sido mejor que la naturaleza hubiera seguido su camino”. Al final de su juventud, en la que careció de amigos, se percató de que no se había desarrollado emocionalmente. Se preguntó sobre lo que sentiría si lograse alcanzar todos sus objetivos, si se implantasen todas las reformas sociales que defendía. La respuesta fue: ¡nada en absoluto! Entonces comprendió que nada le llenaba de orgullo o de satisfacción, que nunca había sido amado o había amado a alguien, y que, en el fondo, no existía ninguna razón por la que valiese la pena vivir.
Entonces Mill ¡leyó poesías de amor! Superó su depresión y encontró a su gran amor: Harriet Taylor, una mujer casada y madre de tres hijos. Sorprendentemente, el marido de la señora Taylor, reaccionó con una extraña generosidad costeando a su mujer viajes al extranjero que ella emprendía con Mill. Además, les alquiló una casa de campo en la que ambos podían verse los fines de semana.
La relación entre Mill y Harriet era platónica. Más tarde, muerto John Taylor (1849), la viuda se casó con John Stuart Mill en 1852. Junto a ella Mill escribió sus más conocidos libros: “La esclavitud de las mujeres”, (1869) que se convirtió en uno de los panfletos más influyentes del movimiento feminista; y el alegato a favor de la libertad del individuo: “Sobre la Libertad” (1859) dedicado a su esposa con el siguiente texto: “a la querida y llorada memoria de quien fue la inspiradora de lo mejor que hay en mis obras; a la memoria de la amiga y de la esposa, cuyo vehemente sentido de la verdad y la justicia fue mi más vivo apoyo y en cuya aprobación estribaba mi principal recompensa”.
John Stuart Mill nació en Londres en 1806 y murió en Aviñón, Francia en 1873, es decir a los 67 años. Fue un extraordinario filósofo y economista, representante del liberalismo económico y autor de los famosos cánones que llevan su nombre y son base y esencia del proceder científico. Encontró sentido a su vida, cuando conoció el amor en Harriet quien murió de un colapso respiratorio el 3 de noviembre de 1858.
¡Ah! Respecto de nuestros niños, interpretemos lo que decía este sabio inglés: “dejemos que la naturaleza siga su camino”.

