Abrazar es un instinto que, desde el nacimiento, y sin tener todavía conciencia, los bebés se buscan desesperadamente el calor de los brazos de su madre, para protegerse. Más tarde, tanto el sufrimiento como la satisfacción se consuelan o se reafirman, respectivamente, con afecto y contacto físico. Y esto no es algo que solo ocurra entre humanos.
Así lo demostraron en 1958 Harry Harlow y John Bowlby, quienes, al observar la conducta de los niños que quedaron huérfanos tras la Segunda Guerra Mundial, quisieron poner a prueba la teoría del apego. De esta forma, en el laboratorio, Harlow diseñó una colonia de macacos que habían crecido sin su madre y colocó dos estructuras en el recinto: una era metálica y fría, pero proporcionaba alimento, y la otra no suministraba comida, pero estaba cubierta de una tela suave y cálida.
El resultado confirmó la hipótesis: los monos pasaron la mayor parte del tiempo junto a la «madre» de tela, aunque sus necesidades básicas no estuvieran cubiertas. Esto explica que los abrazos y el calor de nuestros congéneres no solo son fundamentales para nuestra supervivencia y desarrollo, sino que además pueden proporcionarnos grandes beneficios mentales y físicos.
Abrazar es un acto cultural. En el mundo occidental, los hombres suelen preferir el apretón de manos, mientras que las mujeres prefieren el abrazo entre ellas. En los países africanos de cultura islámica los abrazos solo se dan entre humanos del mismo sexo. Y en ciertas regiones de Europa del Este es común el abrazo entre hombres seguido de beso en la mejilla.
Recibir un abrazo atenúa el estado de ánimo negativo y reduce la percepción de conflicto personal. Esto se debe a que ser tocado por otros mejora el nivel del estrés: reduce los niveles de cortisol, estabiliza la frecuencia cardíaca y hace que nuestro cerebro segregue oxitocina: un neurotransmisor que actúa en el sistema límbico, el centro emocional del cerebro, fomentando sentimientos de alegría que hacen desaparecer la ansiedad.
Aunque parezca increíble, el abrazo perfecto sí existe. Estudios revelan en primer lugar que la duración importa más que el estilo de cruzar los brazos. Y en este caso, los abrazos de entre 5 y 10 segundos son más satisfactorios que los de menor permanencia.
El sentido del tacto juega un papel muy importante y es fundamental en los procesos de socialización. Esto explica, por ejemplo, que el lenguaje no verbal se vuelva más cercano cuando se establece una relación de confianza con alguien.
«El hombre es un ser social por naturaleza» dijo Aristóteles hace aproximadamente 2.500 años. Esto hacia referencia a que todos necesitan de los demás para sobrevivir, y esto requiere de un pequeño esfuerzo: dedicar unas horas, o incluso minutos, a la vida social es crucial para que la mente funcione correctamente.
En este sentido, vale la pena destacar un estudio elaborado por la Universidad de Harvard en el que se analizó -desde 1938 hasta 2019- el nivel de felicidad de 700 jóvenes que presentaban distintos contextos socioafectivos. Tras observar al detalle las particularidades de cada uno de ellos, los investigadores detectaron que el denominador común en la vida de aquellos que se clasificaron como más felices era la calidad de sus relaciones. Las personas más vinculadas a sus amigos y su familia vivieron más, lograron en mayor medida sus objetivos vitales y fueron físicamente más saludables.
Pero no solo es importante la socialización con familiares y amigos íntimos. En la década de los 70 el sociólogo Mark S. Granovetter presentó la teoría de los lazos débiles, que demuestra que mantener conversaciones con personas de nuestro entorno a quienes vemos con frecuencia -como la portera del edificio o el cajero del supermercado- estimulan el cerebro, la creatividad y más adaptables a los cambios.
En este sentido, un estudio demuestra que personas mayores de 65 años que recibían abrazos todos los días, la mayoría de días y algunos días fueron más longevas que aquellas cuya disponibilidad de contacto físico era nula. Y esto influyó también durante la pandemia, tras la cual la comunidad científica afirmó que el aislamiento social aumenta alrededor de un 30% el riesgo de mortalidad.